miércoles, 13 de agosto de 2014

Entrevista incontrolada de vivencias compartidas.

Mi nombre es Emilia, casada, con cuatro hijos, tres niñas y un niño; colaborador necesario para este menester tuvo que ser Nicolás, que, de paso, es mi marido. ¡Es el que sale en la foto! Con él, enamorada, casé el año 66 del siglo que ya se ha ido.


Como, al poco de haber nacido ya tenemos que prepararnos para poder subsistir de algún trabajo que nos hayan impuesto o hayamos elegido, por circunstancias complejas y que hasta me parecen raras, Nicolás, para ganarse la vida, tuvo que ser relojero... ¡Mejor que hubiese sido notario, banquero, financiero, terrateniente enamorado o minero prejubilado! ¡Serán cosas del destino!

Voy a realizarle entrevista en directo y concentrada, solo y para que nos cuente su trabajo relacionado con la atención que tiene que prestarle al reloj que corona y se luce orgulloso en lo más alto de la fachada del Ayuntamiento de Belmez. Él, que ya cumplió los noventa y, por ello, lo tiene que animar, estimular e incluso obligar con artimañas a seguir marcando la hora porque ya, con tantos años, los contratiempos y las dificultades por el desgaste natural hacen que conseguir que funcione sin parar raye en lo milagroso. 


Pasamos a preguntarle porque parece que ya acepta acceder a contestarnos.

E.- ¿Cuál fue tu primer contacto con el reloj? ¿Cuándo sentiste esa especie de embrujo por vez primera y que te ha abducido convirtiéndote en cuasi esclavo suyo?

N.- Debía tener unos siete años; no hemos llegado todavía al año 50 del siglo XX. Entonces, el cuidador era un tío carnal de mi padre: su nombre, Rafael Barrena Fernández. Éste, en una ocasión, invitó a mi padre a que viera la maquinaria, mi padre aceptó y me llevó también a mí. Aunque los recuerdos que tengo del acontecimiento son muy difusos, lo que recuerdo mejor fue cómo tuve que gatear entre mi tío-abuelo, que gateaba delante y mi padre detrás, por una escalera de madera con 21 peldaños para acceder al tejado y sobre el tejado caminar por una vereda de mortero que te lleva hasta la misma puerta del ático donde está la maquinaria. Abrió la pequeña puerta y allí apareció ante mis ojos un amasijo laberíntico de ruedas, piñones, hierros, alambres y cables; no recuerdo que ver aquellas instalaciones férreas me impactara demasiado. Sólo recuerdo con desagrado el tener que gatear por la escalera de madera y, al irnos, tener que bajarla. Con siete años no sentí ninguna sensación especial.

E.- Después de aquella experiencia ilusoria de la niñez, ¿cuándo fue el siguiente acontecimiento?

N.- Habían pasado bastantes años. Rafael Barrena, muy viejecito, ya hacía años que no lo cuidaba; era otra persona. Debió ser en las proximidades de 1980 que un día, por la calle, me abordó el concejal que tenía la responsabilidad y me pidió que fuera a ver el reloj del Ayuntamiento, por si podía ponerlo en marcha, porque la persona antes encargada de su mantenimiento ya había presentado su renuncia. Acepté verlo por si podía hacer algo rápido, aunque ya sabía por mi padre que su tío le había comentado en varias ocasiones que el reloj del Ayuntamiento le daba muchos problemas y le hacía trabajar mucho. Yo, con esta información, tiempo atrás digerida y que había escuchado hacía bastantes años, ya iba con la intención de «hacer el paripé». Subiría a verlo y después le diría que no podía hacer nada por él. Efectivamente, eso hice, y fue al subir por las escaleras de madera que recordé algo de aquella primera visita de mi niñez. Le dije que me diera la llave y volvería a verlo con más detenimiento, por no resultar desconsiderado; así ocurrió y esto fue mi «perdición».

 E.- ¿Cómo puedes explicarnos lo de que aquella visita fue tu «perdición»?

N.- Lo visité aquel primer día y enseguida me fui, pero volví al día siguiente con algo de escepticismo y relativa curiosidad. Sorteé los obstáculos que hay hasta llegar a la puerta del ático donde el reloj «vive» y, entre ellos, la escalera de madera de 21 peldaños; abrí la puerta y entré en el barroco recinto. Aquello era una máquina que habían fabricado para medir el tiempo, pero no era el mecanismo convencional de los relojes que yo conocía; por tanto, lo primero que había que hacer era conocerlo detalladamente. Iba observando cuidadosamente todos los puntos del mecanismo y, así, me pasé un par de días. En aquella investigación visual encontré que había algunas piezas que presentaban desgaste y que habría que restaurar necesariamente. A medida que lo iba viendo, en mí se fue instalando el desánimo y la reafirmación de que aquella aventura que había emprendido sería mejor abandonarla.

Y fue quizás al siguiente día, a poco de llegar, que sentí una extraña sensación y, con estupor, me pareció sentir como que fuera el reloj el que hablara y pude, o creí oír y entender, aunque con dificultad: «Soy bilbaíno, me trajeron aquí en la década de los veinte y estoy seguro de que hoy no hay ningún andaluz con suficientes arrestos, que sea capaz de ponerme en funcionamiento y conseguir que todos los días marque y toque las horas correctamente».

Aquello que a mí me pareció oír y que yo, iluso, me lo creí echaba por tierra mis intenciones anteriores. Y, en aquel mismo momento, el desafío y reto que a mí me pareció acababa de lanzarme el orgulloso bilbaíno, me hizo sentir tal rabia por el agravio al pueblo andaluz que, ipso facto, acepté el reto e, inconsciente y enrabietado, le contesté, sin antes haber esperado a meditarlo: «Pues este andaluz que ahora estás viendo va a hacer que un fanfarrón bilbaíno, como tú, se trague sus palabras».

Aquel arriesgado desafío y descabellado atrevimiento me hizo trabajar «como un chino» durante meses, restaurando las piezas que estaban gastadas, limpiando y engrasando todos y cada uno de los puntos que lo necesitaba. Debo insistir que los medios de los que yo disponía no eran ni mucho menos los más adecuados para poder hacer reparaciones a un reloj de tales características, por lo que las dificultades que tuve que superar fueron muchas. Por fin, con el estímulo del desafío, pude conseguir que el reloj bilbaíno del Ayuntamiento de Belmez no tuviese otro remedio que doblegarse a mis deseos y comenzar a funcionar y tocar todos los días, todas las horas. Entregué la llave, no me preguntaron ni por la salud y no volví a saber nada de lo que pudo acontecer ni ocurrir en los meses siguientes.

E.- Pero aquí no termina tu relación con el reloj, porque aún parece estamos viviendo a principios de 1980.

N.- Pasó no mucho tiempo y un día se presentó en mi domicilio y tienda-taller el Sr. Alcalde, que entonces era Manolo Sánchez, acompañado de José Vargas, concejal. Manolo Sánchez me dijo que tenían que comprar un reloj nuevo, porque el bilbaíno no quería funcionar y ya habían tomado la decisión de comprar uno nuevo.

Yo, al escuchar aquellas palabras, me dije: ¡Y después de tantos días, con tantas horas, que estuve trabajando con él, ahora me dicen que no sirve! Me sentó como podéis figuraros, ¡¡pues muy mal!! Y, en respuesta al canto al Sr. Alcalde: «Ese reloj puede funcionar, ¡yo me comprometo!, me entregas la llave y yo haré que así sea, pero al reloj no lo puede tocar nadie más que yo». Aceptó mi ofrecimiento y, a partir de ese día, vuelvo a la carga. Tuve que hacerle muchos más arreglos y restauraciones, pero, después de unos meses, el reloj ya funcionaba correctamente.

Me llamaron en convocatoria al Ayuntamiento para comentarme y concretar la estrategia a seguir para que el reloj siguiera bien. Les dije que era condición, como antes había sido con Rafael Barrena, el que hubiera una persona que tenía que estar pendiente de él constantemente para poder efectuar su necesario y correcto mantenimiento. Me preguntaron si quería ser yo el que se encargarse de este menester y, después de unos cambios de impresiones, etc., acepté.

Me asignaron una pequeña gratificación anual por el mantenimiento, también acepté, más por el desafío que había lanzado meses antes que por la “pasta” en sí, de todo punto exigua, para el trabajo y la responsabilidad que me esperaba y así ¡hasta hoy!

E.- A lo largo de estos años se habrán producido algunas anécdotas dignas de mención.

N.- Muchas, durante estos años, y algunas han sido averías importantes, al menos tres, que me ha costado mucho trabajo poder resolverlas. Tuvo una que me hizo pasar unos minutos muy difíciles. Los cables que sostienen las tres grandes pesas hay que liarlos en un tambor a mano con una manivela y un día, estando liando el cable del tambor de los cuartos, noté cómo el trinquete que impide que el tambor retroceda libre y alcance gran velocidad dejaba de emitir su sonido característico al ir saltando sobre los dientes, ¡se había partido!, y la manivela tiraba de mí con el retroceso que quedó libre al romperse el trinquete. No podía soltar la manivela, porque, si lo hacía, giraría hacia atrás con tal fuerza y rapidez que, si me golpeaba, la lesión que me produjera podría ser muy grave, incluso si lo hacía en el pecho o la cabeza podría darme pasaporte al Paraíso. Tenía que intentar coger alguna herramienta para poder introducirla entre los dientes y el trinquete roto para intentar bloquear el retroceso. Lo más cercano a mí era un destornillador que tenía sobre una caja y, aunque estaba demasiado lejos, tenía que intentar algo para cogerlo como fuera. ¡Tenía que aguantar con el cuerpo para que la manivela no se quedara libre y retrocediera violentamente! Sujetando con el cuerpo y el brazo izquierdo, conseguí estirar el brazo derecho tanto que con la punta de los dedos pude llegar al filo de la caja de cartón sobre la que estaba el destornillador. Me hice con él y, sin poder abandonar la manivela, sujetándola con el cuerpo y el brazo izquierdo, conseguí con la mano derecha meter el destornillador entre los dientes del tambor y, haciendo las veces de trinquete, lo pude dejar bloqueado. El susto fue morrocotudo y muchas veces me he preguntado si no fue la Virgen de los Remedios la que me alargó el brazo o me acercó la caja, porque yo creí que no podría llegar. Desde entonces, ya dejo el destornillador cerca de mi alcance y aún hoy conservo el trinquete roto como recuerdo de aquel mal trago. 

Tuvo otra avería, por desgaste, y se me ocurrió que podría sustituir la pieza de acero gastada, porque no era demasiado complicada, fabricando otra de metacrilato, copiándola de la original, y cambiarla por la suya de acero, que ya por el desgaste estaba produciendo fallos con mucha frecuencia; por cierto, el metacrilato ha dado un resultado que yo no esperaba. Esto es vox pópuli en Belmez y, si sentís la curiosidad en los detalles, podéis documentaros consultando la pág. 68 de la Revista de Feria de 2009, y podréis comprobar la feroz reacción del reloj al verse funcionando con una pieza que no fuera de su único y excepcional acero bilbaíno.

En fin, en estos más de treinta años se han producido infinidad de situaciones más o menos parecidas que me han hecho ideármelas para conseguir que pudiera seguir funcionando y continúan produciéndose en la actualidad. He relatado las que recuerdo más significativas, pero, sí, sí ha habido muchas más.

Si se produjeran ahora averías de la envergadura que antes he enumerado, no sé si tendría ánimos, fuerzas y el valor suficiente para afrontar su solución. Tampoco hay talleres apropiados en el pueblo que puedan ayudarte. Y el día que la avería afecte a alguna pieza de más complejidad, sin tener talleres que tengan medios para poder resolverla, entonces será el momento de tirar la toalla, y el nonagenario y orgulloso bilbaíno se habrá salido con la suya.

E.- Te agradezco que hayas tenido el valor de contarnos estos episodios, que a mí me han impactado mucho, porque no sabía que en el ático del Ayuntamiento de Belmez se hubiese mascado la tragedia. Todos, y yo también, suponíamos que allí ibas, apretabas el tornillo misterioso y todo resuelto. ¡También en esta ocasión, la realidad ha superado a la ficción!

Emilia Moyano
Asociación de Mujeres «Kronos» de Belmez

Costumbres curiosas: los porqueros.

Había por aquellos tiempos de la posguerra una costumbre que muchas familias tenían y que consistía en tener en los corrales de las casas (los que podían tener casa con corral) algunos animales, como cerdos, cabras y ovejas.

En casa de mis padres, que yo recuerde, teníamos un cerdo, al que todas las mañanas pasaban a recoger los porqueros. El cerdo, increíblemente, cuando llegaban a recogerlo y le abrían la zahúrda, salía obediente, recorría el pasillo de la casa, salía a la calle y se entregaba y obedecía las indicaciones del porquero que iba a llevarlos al campo, a pasear; mientras, caminando, se iban apipando de hierba fresca durante todo el día.

Al atardecer volvían a traerlos y el animal, cuando llegaba a la puerta de la casa de sus dueños, obediente y satisfecho, entraba, recorría de nuevo el pasillo, pasaba al corral y derecho de nuevo a su zahúrda. Así sucedía todos los días y nunca se supo que hubiera la pérdida de ningún animal.

Los porqueros cobraban una pequeña cantidad, que yo no recuerdo cuanto era corriendo finales de los 40 y principios del 50.

Llegado el invierno, y cuando el cerdito tenía ya 15 o 20 arrobas se hacía la matanza y había la costumbre de invitar a algunos familiares e incluso vecinos más allegados, con la sana intención de hacerlos colaborar en las fatigosas tareas de pelar ajos y cebollas, que eran ingredientes obligados y necesarios para elaborar, morcilla, chorizo y salchichón, y así pasábamos unos días muy entretenidos y hasta me atrevería a decir que felices. ¡Así nos parecían aquellos días por aquellos tiempos!

Estos productos, morcilla, chorizo y salchichones, se colgaban y solo así se conservaban durante muchos meses; otros, como los jamones, se conservaban en salazón, así como el tocino, también en salazón, que se guardaba en orzas.

Durante todo el año, poco a poco, se iban consumiendo y ayudaban en gran manera a las frágiles economías de aquellos años.

En la mayoría de las casas había alacenas que se hacían en el hueco de las escaleras; allí se ponían unas estanterías de madera para mantener los alimentos fresquitos. El agua en un barril de barro que se situaba en lugar estratégico en el pasillo para que el aire que corría mantuviese fresca el agua que contenía. Así pasábamos la vida, no había quejas, así nos sentíamos felices. De todas maneras, hoy se vive mejor, gracias al progreso.

Emilia Moyano
Belmez